Publicado en Afribuku el 4 de Noviembre de 2016:
Charlamos un poco a la salida sobre la obcecación de los flamencólogos para no aceptar la influencia negra (pero sí la gitana, tras la moda del Orientalismo imperante en el Romanticismo del siglo XIX) o del mundo académico para contemplar siquiera como hipótesis cosas como la autoría hispanoárabe del Cantar del Mio Cid (escrito por el valenciano Al-Waqasi, según Dolores Oliver). Miguel Ángel Rosales, director de este impresionante documental, nos confiesa que, tras leer el libro de Baltasar Fra Molinero “La imagen de los negros en el teatro del Siglo de Oro”, le habría gustado incluir filmaciones de alguna obra de teatro para demostrar hasta qué punto la cultura y personalidad de los africanos impregnó todas las manifestaciones artísticas españolas.
Este martes 1 de noviembre de 2016 asistimos en el festival Film Africa al estreno en Reino Unido del documental Gurumbé, del jerezano Miguel Ángel Rosales. Y como el resto de los espectadores, muchos de ellos españoles, nos quedamos sin palabras. “Siento vergüenza”, alcanzó a decir en un susurro la española que estaba en la butaca de al lado.
Vergüenza no sólo de que Sevilla y Cádiz fueran, junto con Lisboa, las principales plazas europeas de compraventa de esclavos. De que a estos se les marcara a fuego una “S” en un lado de la cara y un clavo en la otra, el sádico jeroglífico de “S-clavo”. No sólo porque alrededor del año 1700 hubiera unos 80.000 esclavos viviendo en Sevilla o porque el 15% de la población en Cádiz fuera subsahariana (5% libertos). O porque desde 1821 a 1867 España continuara la trata de forma clandestina, enriqueciéndose con la vida y la libertad de 600.000 personas. Vergüenza sobre todo porque no lo sabíamos.
Vergüenza por el olvido.
Pero este documental, aparte de liberarnos de la pobreza del olvido, nos revela la inmensa riqueza africana que tenemos completamente integrada en nuestro ADN biológico y cultural. Al no encontrar la mano la piel del tambor -oímos en la silenciosa sala del cine-, busca la propia piel. Al no tener tambores, hace música con lo único que tiene, con su propio cuerpo. Y eso se siente todavía en las percusiones del flamenco.
El músico y antropólogo Raúl Rodríguez señala que en lengua bantú fanda significa fiest, y el sufijo -ngo (como en “Congo” o “mandinga”) indica una posible procedencia africana del vocablo “fandango”. Otra vez un escalofrío recorriendo la espalda. ¿Cómo es posible que nunca nos hubiéramos dado cuenta de eso?
Raúl Rodríguez nos lleva con sus palabras y su música hasta el otro lado del Atlántico, donde nos imaginamos a los “curritos negros”, con sus chalecos andaluces. A través de su voz los oímos cantar. Y un hilo invisible nos conecta a través de ellos, del Caribe y de vuelta a Sevilla, con el corazón africano que palpita en sus ritmos. Y la dignidad de un pueblo emerge como un iceberg largamente sumergido:
“Negro curro a mi me dicen
yo soy negro de pellejo
pero soy andaluz viejo
aunque algunos me contradicen.
No consiento que me pisen
la historia que no escribí (…)
yo siempre tuve arte
donde quiera que viví”
Ole, ole y ole. No sé si lo dijo nuestra compañera de butaca o fueron nuestras entrañas. O las manos que no podían aplaudir todavía. O lo pensó Yinka Graves, la bailaora negra que luego nos contó que, gracias a este documental, se reconciliaron su cabeza y su corazón. Su corazón le decía que en el flamenco había algo profundo que resonaba en ella, pero su cabeza no lo entendía. Cuando se armó de valor y viajó a Sevilla a seguir su sueño, cada vez que cruzaba el Puente de San Telmo sobre el Puerto de Cuba sentía que algo le hablaba desde el fondo de aquellas aguas. Gurumbé le explicó a su cabeza lo que ya sabía su corazón.
Desde la pantalla iluminada nos miran, de frente y con la cabeza alta, valientes hombres y mujeres negros como Juan de Pareja, el esclavo de Velázquez, finalmente hombre libre y gran pintor. O Cándida Jiménez Huelva, “Cándida la Negra”, que nació esclava en la colonia portuguesa de Luanda y murió libre con 110 años en El Puerto de Santa María en 1951. Esta pantalla londinense fue por un momento un pequeño homenaje a todos ellos.
Charlamos un poco a la salida sobre la obcecación de los flamencólogos para no aceptar la influencia negra (pero sí la gitana, tras la moda del Orientalismo imperante en el Romanticismo del siglo XIX) o del mundo académico para contemplar siquiera como hipótesis cosas como la autoría hispanoárabe del Cantar del Mio Cid (escrito por el valenciano Al-Waqasi, según Dolores Oliver). Miguel Ángel Rosales, director de este impresionante documental, nos confiesa que, tras leer el libro de Baltasar Fra Molinero “La imagen de los negros en el teatro del Siglo de Oro”, le habría gustado incluir filmaciones de alguna obra de teatro para demostrar hasta qué punto la cultura y personalidad de los africanos impregnó todas las manifestaciones artísticas españolas.
Y finalmente, para explicar el título de la película, nos remitimos a Mariana Masera que, en su libro “La otra Nueva España: la palabra marginada en la Colonia”, nos muestra una carta escrita en 1567 donde Eugenio de Salazar, entonces gobernador de Canarias, dice que los milicianos negros “todo lo tocan a la sonada del gurumbé o chanchamelé y otros guineos”. La autora relaciona por su fonética la palabra “gurumbé” con “gwomba” (batir las manos) y con la raíz bantú “ngoma” (tambor).
En Canarias pues, como en la Península, los hombres y mujeres africanos víctimas de la esclavitud buscan frenéticamente con sus manos la libertad y la cálida piel del tambor. Y cuando salimos de la sala de cine y bajamos las escaleras mecánicas, para coger el último metro, todavía parece que oímos en las entrañas de Londres, como Yinka en las aguas de Sevilla o Raúl Rodríguez en el aire del Caribe, una voz negra, sensual, poderosa y profunda que repite:
“que yo siempre tuve arte
donde quiera que viví”.
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